domingo, 14 de agosto de 2016

PASTORES SEGÚN MI CORAZÓN. Catequesis vocacional del Rvdo. D. Antonio Pavía. VII


Amaron su vida

De las más variadas formas, los Padres de la Iglesia nos dicen que el seguimiento a Jesucristo y su identificación con Él van al unísono. Respecto al seguimiento es necesario decir que está a años luz del servilismo, que no deja de ser un sometimiento. Digamos que el seguimiento, al contrario del servilismo, engendra una identificación que respira comunión de vida y de misión con el Hijo de Dios.

Partiendo, pues, de esta identidad/comunión de vida con el Señor Jesús, pasamos a ver, con los ojos de la fe y del amor, lo que significa compartir la misma misión del Buen Pastor. Se comparte la misma misión por el hecho de que se comparte la vida entregada por el mundo. Hablamos de entrega o, mejor dicho, de la capacidad para entregarse, de ser entregado por el Padre al mundo para que sea salvado prolongando la misión del Hijo (Jn 3,16-17). El Señor Jesús da a sus pastores la capacidad de darse al mundo como Él se dio.

Así es. Los discípulos/pastores según el corazón de Dios hacen una experiencia en consonancia y de la mano de Jesucristo. Son entregados como Él al mundo no pasivamente, sino desde la libertad de su aceptación. Aun haciendo hincapié en su libertad, no podríamos hablar de identificación, de comunión con su Buen Pastor, si no compartieran también su certeza de que entregan su vida y la recuperan con el sello de la inmortalidad.
Para no quedarnos en simples supuestos que podrían derivar peligrosamente hacia ensoñaciones fantasiosas,comunes a todas las religiones inventadas por los hombres, abrimos el Evangelio de nuestro Señor, sus palabras de vida, con el fin de apoyar lo que estamos diciendo. Nos sustentamos, pues, en el Evangelio, que, como nos dice el apóstol Pablo, irradia vida e inmortalidad (2Tm 1,10).

Desde esta fe que llamamos adulta, nos acercamos al testimonio que nos brinda el mismo Hijo de Dios, testimonio que expresa su total y absoluta confianza y certeza de que se deja entregar, ofrece su vida, no de forma inconsciente e irresponsable, sino como vencedor, pues sabe que la recobra. Para que no quede la menor duda sobre esta su libertad, Jesús puntualiza que nadie le quita la vida, sino que es Él quien la entrega voluntariamente: “Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo” (Jn 10,17-18).

He ahí un rasgo, por cierto no accidental sino absolutamente esencial, que identifica a aquellos a quienes Jesús llama para ser sus discípulos y que cobra especial relevancia en sus pastores. Lo serán según su corazón si este rasgo brilla en todo su esplendor a lo largo de su misión. Es evidente -continuamos con la cita bíblica de Juan- que la relación de estos pastores con el Padre es muy parecida a la de Jesús. Al igual que Él, saben que su Padre les ama por el hecho de entregar su vida. No estamos hablando de heroísmos ni oblaciones ciegas, sino de certezas, las mismas que las de su Señor, y que se resumen en hacer suyo confiadamente su confesión y testimonio: Nadie nos quita la vida, la damos voluntariamente, tenemos poder para darla y poder también para recuperarla… Por eso nos ama nuestro Padre, por esa nuestra identidad con su Hijo. Ha sido de Él de quien hemos recibido este poder.

Tengo la impresión de que, a estas alturas, más de uno está moviendo nerviosamente su cabeza al leer que se puede participar del poder del Hijo de Dios hasta este punto. Bueno, en primer lugar he de decir que el Evangelio de Jesús es la Gracia de todas las gracias para los que creen en él, es decir, para los que lo acogen sin reservas. Pablo dirá a los cristianos de Colosas que cuando les fue predicado el Evangelio oyeron y conocieron la gracia de Dios: “…instruidos por la Palabra de la verdad, el Evangelio, que llegó hasta vosotros, y fructifica y crece entre vosotros lo mismo que en todo el mundo, desde el día en que oísteis y conocisteis la gracia de Dios en la verdad…” (Col 1,5b-6).


Al servicio de su rebaño

Si la Palabra, el Evangelio de Jesús, es don, es gracia, no nos debería extrañar en absoluto que Dios hiciese a los que lo reciben sin reservas en sus entrañas, partícipes del poder de su Hijo. Sin embargo y para los reticentes, fijémonos, no sin asombro y estupor, que en el Prólogo del evangelio de Juan se nos hace saber que a todos aquellos que recibieron, acogieron en su corazón, la Palabra, Dios les dio poder para hacerse hijos de Dios. Se nos habla de un nuevo nacimiento, y además, cualitativamente superior al originado por la carne y la sangre: “…Pero a todos los que la recibieron –la Palabra- les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; éstos no nacieron de la sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nacieron de Dios” (Jn 1,12-13).

Hablamos del poder creador de Dios por el cual le es dado al hombre la capacidad de dar el salto a la trascendencia e inmortalidad, la vida eterna que tantas veces oímos en labios de Jesús. De este poder emana la potestad de los pastores según el corazón de su Buen Pastor para dar la vida, sabiendo, al igual que Él, que el Príncipe de este mundo no tiene poder alguno sobre ellos, sobre la vida que entregan. Más aún, son conscientes de que, al entregarla así, con una libertad tan meridiana, manifiestan ante el mundo entero que aman y confían en su Padre como amó y confió su Maestro y Señor. “… Llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder; pero ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según Él me ha mandado” (Jn 14,30b-31).

Son, pues, pastores al servicio de su rebaño, del mundo entero. Lo son incondicionalmente, y no por heroísmo o porque tengan un plus de generosidad que los hace destacar sobre los demás. Por supuesto que tampoco realizan su misión con el estigma del victimismo. ¡Dios nos libre de estos “pastores”! Entregan su vida por el mundo porque se han dejado crear/hacer por Dios. En su libertad, le dijeron: ¡Aquí estamos para ser entregados y recuperados por Ti!

Sólo desde estos parámetros de total y absoluta libertad y confianza, podemos ver, en toda su profundidad, la real dimensión de esta entrega. No existe en absoluto ningún desprecio a la propia vida, como quizá alguien podría suponer leyendo lo que Pablo dice en su catequesis de despedida a los presbíteros de Éfeso. Al final de su exhortación y como broche de oro, les testifica que tiene el mañana puesto en manos de Dios; sabe que su ministerio pastoral según el corazón de su Señor, lleva implícitos sufrimientos y cadenas. Dicho esto, confiesa triunfalmente: “…Pero yo no considero mi vida digna de estima, con tal que termine mi carrera y cumpla el ministerio que he recibido del Señor Jesús, de dar testimonio del Evangelio de la gracia de Dios” (Hch 20,24).
No hay la menor duda de que este no considerar su vida digna de estima provoca sorpresa en unos y escándalo en otros. Quizás los que se escandalizan sean los menos indicados para dar lecciones a nadie, pues es posible que su propia vida no sea ya más que un desecho de lo que la palabra vida significa; más aún, quizá no llega a ser más que el grito estruendoso de una muerte anunciada. Se llega a esta ínfima calidad de vida cuando ya no se espera más allá de lo que el cuerpo, la mente, las emociones y sensaciones puedan dar de sí.

Dios es de fiar

No considero mi vida digna de estima, dice Pablo. Pero sí considero -repetimos la expresión- digna de estima la Vida alcanzada para mí por el Hijo de Dios. Se entregó al Padre y, gracias a esa entrega, hemos sido vivificados: “…la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros… Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida!” (Rm 5,8-10).

Pablo, pastor, sigue las huellas de su Buen Pastor y en Él se apoya. Se entregó a la muerte por mí –dirá- y ¡está vivo! Yo también, y he recibido de Él el don, la capacidad de entregarme al Evangelio: ¡Patrimonio de los pecadores! Por eso moverá cielo y tierra por predicar el Evangelio en toda ocasión. Recordemos a este respecto su exhortación a su colaborador Timoteo: “Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo…”(2Tm 4,2) para que todos puedan hacer suya su experiencia de fe: “Para mí la vida es Cristo” (Flp 1,21). La comunión de Pablo con Jesucristo en su misión es su fuerza; por ello proclama que todo lo puede en Jesús que le conforta (Flp 4,13). Nos parece ver en el apóstol la figura del salmista que, de la mano de Dios, su Buen Pastor, confesó: “Él conforta mi alma” (Sl 23,3).

Pablo no está delirando, así como tampoco ninguno de los apóstoles llamados personalmente por Jesús, que también despreciaron su vida al considerar que su pastoreo era infinitamente superior a sus proyectos existenciales. Sin duda que también ellos al igual que todos los tuvieron; su sorpresa es que Jesús sobrepasó –repito- infinitamente sus expectativas al confiarles su pastoreo. En Él creyeron y pusieron todo su corazón, mente y alma. Entregaron su vida por Jesús y su Evangelio sabiendo que la recuperaban tal y como Él les había dicho: “Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8,35).

Repito, creyeron en palabras de Jesús como ésta, y ahí reside su secreto. Al igual que la confesión que David le hizo a Dios: “tus palabras son de fiar” (2S 7,28), también consideraron fiables las de su Hijo. Supieron muy bien que eran palabras no tanto para ser escritas en unos recordatorios o enmarcadas en documentos institucionales, cuanto para ser grabadas en la médula del alma. Así lo creyeron y salieron a buscar al hombre que no sabe vivir. Lo encontraron y le dijeron: hemos recibido el poder de entregar la vida y recobrarla, y por eso estamos aquí, ofreciéndoos el Evangelio de la gracia y de la vida; os lo ofrecemos porque queremos que también vosotros seáis reengendrados en y por Jesucristo (2Co 5,17).

Así fueron y evangelizaron los primeros pastores. Así son y evangelizan los pastores según el corazón de Dios de todos los tiempos. No tienen encadenado, esterilizado, el Evangelio de la vida y de la gracia bajo el peso de innumerables simposios, cursos, reuniones que, a veces, son tan banales que sólo sirven para darse culto a sí mismos tanto los que los dan como los que los reciben.

Estos pastores saben lo que son, y que lo son por Aquel que les llamó. Puesto que han llegado a ser pastores por Él, su Buen Pastor, son conscientes de hasta dónde descendió su Señor para llamarlos. Por eso todos pueden hacer suya la confesión de Pablo: “No soy digno de ser llamado apóstol" (1Co 15,9). Con esta su riqueza y pobreza a cuestas, ¡bendita y liberadora pobreza!, ponen su vida al servicio de la Vida; son como antorchas luminosas en manos de Dios (Flp 2,15). Recorren el mundo entero con el más noble y alto de los fines: hacer que el hombre, a la luz de sus antorchas, encuentre su alma… y se deje hacer por el Señor Jesús (Jn 1,12).

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